¿Estamos dispuestos a asumir un apagón por un futuro más limpio?

El colapso eléctrico que afectó ayer a España revela las fragilidades de un sistema en transición y nos obliga a hacernos preguntas de fondo sobre sostenibilidad, gobernanza, sacrificios colectivos y mirada a largo plazo.

Este post pertenece a una categoría que solo existe en mi cabeza y que llamo «Tertuliana». Son textos que escribo sobre temas alejadísimos de mis áreas de «expertise», pero que me interesan mucho. Si eres experto o experta en el asunto en cuestión, encontrarás incorrecciones seguro. Avisado, avisada quedas.
Los temas, eso sí, siempre están vinculados de manera directa con alguna de las cuatro estrategias alternativas que planteo en mi libro «Emprender con calma» y que en realidad, van mucho más allá del emprendimiento. Son: Reproducción (frente a turboproductivismo), Confianza (frente a competencia), Largo plazo (frente a cortoplacismo), Suficiencia (frente a crecimiento).

El apagón que dejó sin suministro eléctrico a millones de personas en toda España ha dado pie a todo tipo de interpretaciones. Algunas voces han señalado directamente a las energías renovables como culpables, argumentando que el sistema se ha vuelto demasiado dependiente de fuentes limpias, inestables y poco fiables. Otros han aprovechado el momento para defender una vuelta a la energía nuclear. Pero más allá de la reacción inmediata, lo que revela este apagón es algo mucho más profundo: que seguimos sin una planificación energética capaz de anticipar, coordinar y estabilizar un sistema que ya ha cambiado más de lo que algunos quieren admitir.

Más de la mitad de la energía que circulaba por la red española en el momento del apagón provenía de fuentes limpias, en su mayoría eólica y solar. Lejos de ser una anomalía, este tipo de cifras se han registrado antes. El sistema eléctrico ibérico lleva meses operando una red eléctrica donde la producción renovable en las horas centrales del día es muy importante. El 16 de abril de 2025 se alcanzó el 100% renovable durante unas horas, replicando el hito del 16 de mayo de 2023, cuando se mantuvo durante nueve horas. Y nada falló. Eso demuestra que una gran cantidad de energía renovable en el sistema no es la causa del apagón (de hecho, es una buena noticia porque esa penetración permite evitar toneladas de emisiones), sino que la causa tiene más que ver con cómo y cuándo se integra en el sistema eléctrico. Y con su estabilidad.

La energía solar y la eólica, por su naturaleza, son intermitentes. No producen de forma constante, sino a ráfagas. Esta variabilidad no es un defecto; es una característica. El desafío es diseñar una red eléctrica que pueda absorber esos picos y caídas sin comprometer la estabilidad general. Y ahí es donde entra el fallo estructural: muchas instalaciones fotovoltaicas, sobre todo las construidas antes de 2021, no cuentan con sistemas de estabilización porque en ese momento la regulación no lo exigía. Se apostó por aumentar la capacidad instalada, pero sin garantizar la resiliencia del sistema.

A este fallo técnico se suma una lógica de mercado que complica aún más el escenario. En el apagón de ayer, según sostiene una de las posibles hipótesis, pudo haber un exceso de generación fotovoltaica que las eléctricas intentaron colocar en el mercado europeo. Como nadie compró esa energía, se generó una sobrecarga de oferta que desestabilizó el sistema. Este tipo de episodios son el resultado de un mundo guiado por la rentabilidad más que por la previsión. Y eso es un problema cuando se trata de algo tan sensible como la infraestructura energética de un país.

Frente a este panorama, hay quienes reclaman una vuelta a las fuentes convencionales, como la nuclear o incluso el gas. Pero esta es una solución de corto plazo que ignora una realidad fundamental: la energía nuclear no es una fuente renovable. El plutonio y el uranio se agotan, y construir nuevas centrales requiere décadas y una inversión colosal. A eso se le suma el coste político y social de asumir los residuos y los riesgos de seguridad. Pensar en el largo plazo significa aceptar que la apuesta debe seguir siendo por las renovables, pero haciéndolo mejor.

Sí, la transición energética está siendo rápida. Quizás demasiado rápida para la infraestructura que tenemos. Pero frenar el cambio o volver atrás no es la respuesta. Lo que necesitamos es una transición mejor planificada, con regulación más exigente, con una red modernizada y con una gobernanza que anteponga la estabilidad y el interés colectivo a la rentabilidad inmediata.

Las posibles soluciones pasan por varios caminos. Uno de ellos es asumir que integrar energías limpias con estabilidad requiere inversiones adicionales: estabilizadores, sistemas de almacenamiento, redes inteligentes. Otro es aceptar que complementar temporalmente con fuentes gestionables —como el gas o incluso, en algunos casos, la nuclear ya existente— puede ser necesario, pero solo como apoyo transitorio. Y el más importante de todos: dejar de ver la transición como una carrera por instalar más megavatios y empezar a verla como una reforma estructural del sistema en la que la descentralización y el autoconsumo jueguen un papel protagonista.

Lo que también deja entrever este episodio —y es quizá lo más inquietante— es el peso de lo ideológico en el análisis energético. El apagón ha sido instrumentalizado por sectores de la oposición como un síntoma del supuesto fracaso de la política energética del gobierno, mientras que otras voces lo defienden como una consecuencia inevitable de una transición necesaria. Pero ni una cosa ni la otra explican del todo lo ocurrido. Porque más allá de la fuente energética, lo que está en juego es el modelo de mercado.

En España, la producción y distribución de energía está en manos mayoritariamente privadas, y eso significa que se juega no solo con vatios, sino con precios. Hay un margen de especulación que es estructural. Si la hipótesis que sostiene que se produjo un exceso de energía solar y que ese excedente no se vendio en el mercado europeo se confirma, estaríamos hablando de un problema sistémico: el de una energía que se gestiona como mercancía antes que como servicio público. La lógica del beneficio inmediato condiciona tanto la inversión como la respuesta ante emergencias. Y sin un marco regulador fuerte y transparente, termina imponiéndose sobre el interés general.

Quizás, además, el apagón de ayer sea una oportunidad para otra cosa: para reflexionar sobre nuestra dependencia total de un sistema invisible pero vital. Unas pocas horas sin electricidad bastan para que colapsen semáforos, cajeros, redes móviles, sistemas de climatización, producción industrial. La energía es el tejido que sostiene nuestra vida cotidiana, y sin embargo, su funcionamiento suele pasar desapercibido hasta que falla. Esa invisibilidad ha contribuido a que el debate energético esté secuestrado por tecnócratas, fondos de capital riesgo, lobbies y partidos políticos, en lugar de ser una discusión abierta, informada y participativa.

Porque sí, queremos que la mayor parte de nuestra energía sea limpia. No solo porque es inagotable, sino porque es la única que no compromete el futuro del planeta. Queremos un sistema que funcione con el sol y el viento, que deje de contaminar, que no dependa de extraer recursos finitos ni de alianzas geopolíticas inestables. Pero ese sistema, aunque inevitablemente mejor, no es gratuito. Tiene un coste. Y a veces ese coste puede ser una parada, un corte, un apagón.

¿Estamos dispuestos a asumirlo?

¿Puede la economía de un país soportar diez horas sin electricidad si eso nos acerca a un modelo energético más justo y sostenible? ¿Podemos nosotros, como individuos, tolerar la incomodidad de quedarnos temporalmente desconectados, si eso significa avanzar en una transición que beneficiará a las próximas generaciones?

Es una pregunta de fondo: ¿qué preferimos, una falsa sensación de estabilidad sostenida por energías que se agotan y destruyen el planeta, o una transición real hacia un sistema más limpio, más justo y quizá, durante un tiempo, más inestable?

Pensar en el largo plazo también implica reflexionar sobre lo que estamos dispuestos a ceder hoy. Porque si no hay sacrificio, no hay transformación. Y si no hay transformación, no hay futuro.

¿Te ha interesado lo que has leído? Al largo plazo le dedico un capítulo en Emprender con calma.

También reflexiono sobre ello a veces en La Slow Newsletter, un (breve y mínimo) email que envío una vez al mes con reflexiones, recursos y curiosidades para tomarse el emprendimiento (y la vida) sin prisa, pero con alma.