Durante años hemos escuchado que emprender es sinónimo de crear una empresa. Que emprender es sacar un producto al mercado, conseguir financiación, escalar, crecer. Pero ¿qué pasa si desplazamos la mirada? ¿Y si entendemos el emprendimiento no como una meta, sino como una manera de estar en el mundo?
Hace poco me crucé con un artículo académico que pone palabras a muchas de las intuiciones que vengo sosteniendo desde hace tiempo. Se titula “Emprendimiento y desarrollo humano. Una perspectiva reflexiva desde la voluntad” y propone algo tan evidente como radical: que emprender no es únicamente una actividad económica, sino una experiencia profundamente humana. Que lo que nos mueve a emprender no es solo una oportunidad de mercado, sino una voluntad de transformación —personal, relacional, social.
Esta idea conecta directamente con lo que desarrollo en Emprender con calma, donde parto de la premisa de que emprender no debería vivirse como un ejercicio de supervivencia permanente, sino como una forma legítima de exploración y sentido. Como un proceso que, si se da en condiciones adecuadas, puede ayudarnos a comprender quiénes somos y cómo queremos contribuir al mundo.
La voluntad como punto de partida
El artículo recupera una noción potente: que la voluntad es el núcleo del acto emprendedor. No como fuerza de voluntad entendida en clave de autoexigencia o resiliencia tóxica, sino como esa capacidad humana de tomar posición ante la vida. De actuar con intención. De conectar con lo que realmente nos importa.
Emprender, desde esta mirada, no es tener una gran idea, sino sostener una decisión: quiero vivir de otra forma. Quiero contribuir de un modo que me resulte valioso. Quiero implicarme en algo que me mueva. Y esa decisión, que puede parecer pequeña o personal, es en realidad profundamente política.
Porque implica reconocer que no todo vale. Que no todos los caminos son para una. Y que hay algo en nosotras que merece ser escuchado, incluso cuando va a contracorriente de las narrativas dominantes del éxito, la eficiencia o el crecimiento sin pausa.
Emprender para hacerse
Una de las cosas que más me emocionó del artículo es su insistencia en que el emprendimiento no debería medirse únicamente por sus resultados externos, sino también por su contribución al desarrollo humano de quien emprende. Que emprender es una forma de hacerse. De construir identidad. De ensayar libertad.
Me resuena profundamente. Porque en estos años acompañando procesos emprendedores, he visto de cerca cómo el hecho de emprender, cuando se da con un mínimo de condiciones de contención y conciencia, se convierte en una experiencia transformadora. Personas que descubren talentos dormidos. Que recuperan la confianza. Que resignifican experiencias. Que encuentran voz. Que se atreven.
Y eso, para mí, también es impacto.
Medir con otros criterios
Una de las propuestas que hago en Emprender con calma es ampliar el repertorio de criterios con los que evaluamos un proyecto. No limitarlo a métricas de crecimiento, escalabilidad o rentabilidad. Porque aunque esas dimensiones importan, no son suficientes. Y a menudo, cuando se vuelven lo único importante, acaban desconectándonos de lo que dio origen al proyecto.
En lugar de preguntar solo si algo funciona, podríamos preguntarnos también si tiene sentido. Si genera aprendizaje. Si nos cuida. Si crea vínculos. Si nos ayuda a estar mejor en el mundo.
El artículo lo dice de otra forma, pero va en la misma dirección: propone pensar el emprendimiento como una práctica situada, relacional, ética. Una práctica que no se da en el vacío, sino en contextos concretos, atravesada por afectos, tensiones y estructuras. Y que tiene el potencial de transformar tanto a quienes emprenden como a los entornos en los que lo hacen.
Más que una actividad: una forma de vida
Al leer este artículo, sentí que ponía palabras a muchas de las cosas que he vivido, observado y acompañado en los últimos años. Que me daba lenguaje para afirmar algo que muchas veces se siente, pero no se nombra: que emprender es mucho más que un trabajo o una estrategia. Que puede ser una forma de búsqueda. Un modo de cuidarse. Un gesto de sentido.
Claro que no siempre es así. Hay contextos que dificultan esta experiencia, que empujan al agotamiento, la precariedad, el aislamiento. Pero precisamente por eso me parece importante reivindicar otra mirada: una en la que el emprendimiento no sea solo un medio para un fin, sino una posibilidad de conexión con lo vivo. Con lo propio. Con lo común.
Una práctica imperfecta, sí. Llena de contradicciones. Pero también fértil. Lenta. Habitable.
Y tal vez, si empezamos a sostener esas preguntas en el centro, podamos construir formas de emprender más humanas. Que no solo produzcan, sino que también reparen. Que no solo funcionen, sino que también cuiden. Que no solo nos exijan, sino que también nos escuchen.

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