Hasta hace nada, levantar un prototipo era un proceso lento, caro y en muchos casos, frustrante. Hoy, con unas cuantas instrucciones a una IA generativa, un equipo puede tener en cuestión de minutos un mockup, un logo, un primer texto de marketing o incluso un bloque de código funcional. Esto tiene un efecto liberador porque permite dedicar menos tiempo y recursos a producir las herramientas para llevar a cabo la experimentación y más a lo realmente lo realmente importante: diseñar el sentido del proyecto, fortalecer la comunidad que lo sostiene, pensar en el impacto a medio y largo plazo.
No puedo estar más de acuerdo con la reflexión que hace el experto Pascal Bornet en Agentic AI: la IA debe ocuparse de lo rutinario (automatización, análisis, eficiencia), mientras que las personas emprendedoras debemos concentrarnos en lo irremplazable: creatividad, pensamiento crítico y lo que él denomina autenticidad social. Igual que en la educación, donde ya no tiene sentido entrenar a los estudiantes solo para memorizar fórmulas, en el emprendimiento no podemos formar a los equipos para repetir recetas llegadas desde Silicon Valley. Se trata de aprender a combinar lo que la IA hace bien con lo que solo los humanos podemos aportar a la hora de construir una solución emprendedora.
La historia que no debería repetirse
Internet nació como un espacio abierto y distribuido. Las redes sociales aparecieron con la promesa de dar voz a cualquiera. El móvil multiplicó la capacidad de crear y compartir. Todos estos cambios tecnológicos llegaron envueltos en discursos de democratización. Y sin embargo, cada una de ellos ha terminado concentrando el poder en manos de unos pocos gigantes: Google, Meta, Amazon, Apple. Cada promesa inicial de «esto nos pertenece a todos” se convirtió en un “esto lo controlan ellos”.
Con la IA generativa estamos en el mismo punto de inflexión. Vemos el potencial democratizador (cualquiera puede prototipar, cualquiera puede explorar), pero también nos acecha la sombra de la concentración. La IA generativa al alcance de un usuario medio no es neutra. Los modelos más potentes están en manos de las grandes tecnológicas de Silicon Valley. Si no abrimos determinadas conversaciones, la historia volverá a repetirse: el valor creado gracias a esta tecnología quedará capturado por unos pocos multimillonarios, mientras el resto del mundo juega con versiones limitadas o dependientes de sus infraestructuras. Pero este no es ni siquiera el mayor riesgo, el verdadero peligro es que, en lugar de abrir futuros, la IA se convierta en un acelerador de la monopolización de la imaginación: unos pocos definen qué es posible, y el resto nos limitamos a reproducirlo.
La IA como aliada para evitar las trampas del relato hegemónico
Uno de los grandes desafíos de esta nueva era es caer en lo que en Emprender con calma identifico como la trampa del turboproductivismo. La IA generativa puede convertirse fácilmente en la gasolina de esa obsesión: producir más, más rápido, sin preguntarnos para qué ni hacia dónde. Prototipar en minutos puede sonar a eficiencia máxima, pero si lo único que hacemos es llenar ese tiempo liberado con más tareas, acabaremos atrapados en el mismo círculo de hiperactividad que decimos querer superar.
Sin embargo, la IA también abre la puerta a otra posibilidad: si lo rutinario se automatiza, podemos decidir no ocupar ese hueco con más trabajo, sino con menos. Podemos elegir enlentecer otros procesos, dedicar más horas a conversar con nuestros clientes, a cuidar de nuestros equipos, a pensar con calma el propósito de lo que estamos creando. Podemos, en definitiva, liberar horas de tareas productivas, para dedicar más energía a las reproductivas. Y todo ello sin que eso signifique renunciar a la ambición, sino redefinirla desde otros parámetros: la sostenibilidad, el cuidado y el buen vivir.
Hay que abrir este melón ya: la IA no debe convertirse en un nuevo instrumento al servicio de la productividad desbocada, sino en una oportunidad para liberar tiempo y devolver centralidad a lo humano. Si dejamos que sea solo un acelerador de procesos, habremos repetido la historia. Si la usamos para crear espacios de calma y de conexión auténtica, podremos empezar a escribir otra distinta. En última instancia, la reflexión no es tecnológica sino humana: ¿vamos a dejar que esta revolución refuerce el relato hegemónico del emprendimiento, o vamos a usarla para ensayar formas más críticas, creativas y genuinas de construir futuro?
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