«Emprender significa arriesgarse» es el enésimo mantra-trampa de la narrativa emprendedora hegemónica. Una afirmación que legitima la incertidumbre y romantiza la valentía. Pero cuando observamos con atención, quienes más la repiten viven rodeados de certezas, de capital económico, de redes sociales sólidas y atesoran un buen puñado de horas en formación en centros educativos de élite. Para ellos el riesgo es una narrativa inspiradora, para muchas otras personas, es sencillamente una amenaza, una espada de Damocles, el miedo enemigo de la mente del universo de las Bene Gesserit.
El discurso dominante convierte el riesgo en una especie de rito iniciático: “Fracasa rápido, fracasa barato». “Sin riesgo no hay recompensa». Pero no todos pueden permitirse lanzarse al vacío. Cuando el suelo que pisas es precario, caer no significa aprendizaje, significa no poder volver a levantarte.
Esta retórica que alimenta el romanticismo emprendedor funciona bien para quienes cuentan con colchones que amortiguan la caída. Pero en realidad oculta una estructura profundamente desigual: el riesgo se celebra cuando se puede gestionar, pero se castiga cuando no hay cómo sostenerlo. Y aun así, se presenta como la medida de la autenticidad emprendedora. Cuanto más riesgo asumas, más comprometido pareces. Lo que no se pone tanto sobre la mesa es que esa supuesta épica del riesgo descansa sobre privilegios invisibles.
Riesgo real, riesgo posible
Virginia Woolf, a la que Rebecca Solnit rescata en Woolf’s Darkness: embracing the inexplicable, nos ofrece otra mirada. Ella no habla del riesgo como conquista, sino como disposición. Propone elegir la realidad antes que el plan, dejar que la experiencia sea más grande que el conocimiento y celebra la deriva imprevisible, la exploración sin rumbo.
Esa forma de riesgo, la de quien se permite no saber, es radicalmente distinta de la que promueve el ecosistema emprendedor. No busca controlar el futuro, sino habitarlo. No glorifica el salto, sino la atención al camino.
Pero para habitar el futuro, debemos recuperar el control sobre nuestra imaginación y como afirma la profesora de Princeton Ruha Benjamin, «quienes monopolizan los recursos, monopolizan la imaginación.” En el mundo emprendedor, el riesgo se convierte en una experiencia de lujo. Solo quienes disponen de tiempo, dinero y contactos pueden arriesgar sin que la caída sea terminal. El resto vive en una lógica de supervivencia que para empezar, no deja tanto espacio para experimentar y jugar al ensayo-error.
A esto se une el hecho de que los propios ecosistemas de innovación filtran y deciden quién puede asumir riesgos, condicionando el resultado de muchos experimentos. La escritora y activista Kelly Hayes lo resume así: «muchas de las cosas que la gente dice que no se pueden hacer ni siquiera se han intentado de manera significativa en nuestro contexto o en nuestras vidas. Es fácil mantener los mitos de la imposibilidad cuando aplastas todos los experimentos». Los proyectos cooperativos, comunitarios o regenerativos que escapan de las lógicas del turbocapitalismo no fracasan por inviables, sino porque se les niega el derecho a intentarlo desde el mismo terreno de la imaginación.
Es el gran triunfo de la narrativa emprendedora dominante: habernos hecho creer que no hay alternativa.
El mito del mercado como juez neutral
En este punto aparece otra trampa: “el mercado decide” sostienen los que nutren las narrativas de imposibilidad en la defensa del status quo. Como si el mercado fuera una entidad justa que premia lo que funciona. El mercado está diseñado por quienes tienen recursos para moldearlo. Ellos deciden qué riesgos merecen apoyo y cuáles se consideran extravagancias.
Lo que llamamos “selección natural” es, en realidad, una selección interesada. El turbocapitalismo emprendedor se protege aplastando los experimentos que lo desafían y perpetuando su propia definición de éxito. Y lo hace aprovechándose de la desesperación de mucha gente que vive en el desconcierto y para los que seguir a alguien que parece que sabe a donde va es algo así como una salvación. Es un plan redondo: te hacen creer en la retórica de riesgo y después vienen a salvarte con un pack de certezas al que muy pocas personas tienen acceso.
¿Y si nos aproximamos al riesgo no como una apuesta calculada, ni como una prueba de coraje, sino como una forma de atención? Como en la escritura de Woolf, donde la oscuridad no es un vacío que deba ser llenado con certezas, sino un territorio que se recorre con sensibilidad y curiosidad. Aceptar no saber no implica pasividad, sino una disposición activa a escuchar, a dejarse afectar por lo que emerge. En ese gesto hay una ética: arriesgarse a percibir lo que no encaja en nuestros planes. Frente al riesgo instrumental que busca resultados, reivindiquemos el riesgo de estar presentes, de abrir espacio a lo que todavía no tiene nombre
En un mundo saturado de gurús que venden certezas, reconocer que nadie sabe realmente hacia dónde ir es casi un acto de disidencia. Frente a los profetas del riesgo heroico, necesitamos líderes que sepan habitar la duda. Que no conviertan la oscuridad en una amenaza, sino en un territorio compartido de exploración. Como diría Solnit, la oscuridad del futuro no es un peligro, es una promesa.
Recuperar el riesgo común
El riesgo no debería ser un privilegio. Debería ser un bien común. Porque solo cuando todos podemos permitirnos arriesgar (sin miedo a desaparecer del mapa), el emprendimiento deja de ser una trampa y se convierte en un espacio verdaderamente creativo.
El riesgo entendido así deja de ser una marca de heroicidad individual para convertirse en un espacio colectivo de imaginación. No se trata de glorificar la caída, sino de construir sistemas donde se pueda experimentar sin que el error sea fatal.
El futuro no necesita más héroes solitarios; necesita exploradores y exploradoras que sepan perderse juntos.
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