Cómo evitar el pensamiento rotundo y global al emprender para sostener la esperanza sin caer en la ingenuidad
“The fact that we cannot save everything does not mean we cannot save anything, and everything and everyone we can save is worth saving.”
Rebecca Solnit
El otro día discutía con unos amigos que son bastante rotundos con la idea de que el mundo está fatal. Y lo está: crecen los totalitarismos, la desigualdad, las guerras, la polarización, nos estamos cargando el planeta, la crisis de salud mental entre jóvenes y no tan jóvenes es palpable…, mientras ellos insistían en que las señales de esperanza son tan pequeñas que apenas cuentan, yo pensaba en todo lo contrario: en cómo lo pequeño sostiene la vida.
“Sí, claro que hay señales -me decían- pero son residuales, están en los márgenes. No son hegemónicas». Como si lo que no fuera hegemónico no tuviera valor y la única forma válida de esperanza fuera la que transforma el todo de una vez.
Esa conversación me dejó pensando en lo estrecho que se ha vuelto el marco mental para muchas personas. Para ellas es como si solo existieran dos posiciones posibles: el triunfo total o la derrota absoluta. Un pensamiento binario, rotundo y además, impaciente. Y sin embargo, la realidad se construye casi siempre en los espacios intermedios: los grises, los lentos, los que no hacen ruido.
Martin Seligman describe en «Niños optimistas» como las personas pesimistas tienden a interpretar los problemas de forma personal, permanente y global. Es decir: si algo va mal, creen que todo va mal, que siempre será así y que es culpa suya. Ese pensamiento “global” es una trampa cognitiva: convierte una dificultad localizada en una sentencia universal.
Trasladado a la conversación con mis amiguis, es el tipo de pensamiento que dice “el mundo está fatal” sin dejar espacio para los matices, sin distinguir entre lo que va mal y lo que sí funciona. Esa manera de transitar la vida paraliza, porque hace imposible la acción. Si todo está perdido, ¿para qué intentarlo?
La suficiencia como herramienta de esperanza
Mi propuesta pasa por insistir en otra manera de mirar el asunto, una que reconoce los límites sin rendirse. Lo que necesitamos no es más rotundidad, sino más suficiencia. Esa forma de situarse en el mundo, que reivindico en Emprender con calma, no implica falta de ambición, sino una comprensión distinta del logro y del progreso, de cómo avanzamos y transformamos. La suficiencia no es resignación: es saber cuándo parar, qué sostener y qué cuidar, aceptando que los cambios profundos se tejen despacio, sin doparlos ni forzarlos, y sobre todo, sin exigirles espectacularidad.
Pienso, por ejemplo, en la CSA Vega del Jarama de la que formo parte. Se trata de una comunidad que cultiva alimentos de forma cooperativa y local. No ha alcanzado la soberanía alimentaria global, pero produce algo igual de valioso: vínculos, aprendizajes y confianza. Es un tipo de proyecto que no cambia el sistema de un día para otro, pero cambia la textura del presente. Es un ejercicio de esperanza concreta: no das por hecho que el futuro va a ser mejor, pero asumes que desde el presente tienes agencia para hacer cosas y pudiera ser, moldearlo.
El pensamiento rotundo exige resultados inmediatos. La suficiencia, en cambio, confía en los procesos. El primero necesita victorias visibles; la segunda sabe encontrar valor en lo invisible: en un equipo pequeño que trabaja con calma, en una empresa que decide no crecer a costa de su gente, en una comunidad que se organiza para alimentarse sin destruir su entorno.
Medir el éxito emprendedor en términos de suficiencia
Durante años, el emprendimiento ha sido rehén de la lógica del “o creces o mueres”. Pero crecer sin pausa también mata: agota, desconecta, convierte los proyectos en máquinas de ansiedad. La suficiencia propone otra métrica del éxito: la de la coherencia, la escala humana, el buen vivir. Cuando dejas de medir tu valor por la magnitud de lo que logras, puedes empezar a preguntarte, ¿qué necesito realmente?, ¿qué quiero sostener? ¿qué sería suficiente para mí?
Esa es, en el fondo, la misma pregunta que rompe la inercia del fatalismo. Porque si el mundo está mal (y lo está), eso no nos exime de cuidar lo que sí funciona. No podemos salvarlo todo, pero todo lo que podemos salvar merece la pena ser salvado.
Quizá el pensamiento global que deberíamos poner en práctica no sea el que quiere abarcarlo todo, sino el que se atreve a sostener lo pequeño sabiendo que forma parte de un todo. Ahí, en los márgenes, germina todo lo que nos mantiene lejos de la desesperación. Ahí está la esperanza (y el éxito): en la suficiencia como resistencia.
Porque no tienes que salvar todo con tu emprendimiento. De hecho, con no estropearlo más es suficiente.
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