En el siglo XIX, muchas ciudades de Estados Unidos se iluminaban con lámparas de aceite de ballena. Para conseguirlo, se organizaban expediciones largas, peligrosas e inciertas. Lo normal era volver con las manos vacías. Pero si una sola expedición tenía éxito, la carga de aceite era suficiente para cubrir todas las pérdidas y hacer a los inversores inmensamente ricos. Los marineros arriesgaban la vida y recibían apenas un 20 % de las ganancias. Otro 2 % cubría los costes del viaje. El 78 % restante era para las familias adineradas que habían financiado la expedición.
Ese mismo esquema, arriesgar mucho, perder casi siempre, pero compensar con un solo gran éxito, es el que hoy subyace al modelo de negocio de nla industria del capital riesgo. El aceite de ballena del siglo XXI son las startups.
Los fondos de inversión funcionan con esta lógica: no importa que la mayoría de proyectos mueran por el camino, porque basta con que uno triunfe para que todo encaje. Y mientras tanto, el relato que se construye es que levantar inversión es sinónimo de éxito. Pero igual que no todas las ciudades del XIX podían vivir del aceite de ballena, no todas las personas emprendedoras deberían, apostar por esa travesía.
Pensemos un momento: ¿qué pasaba con las comunidades costeras que se quedaban sin hombres porque no volvían de esas expediciones? ¿Qué ocurría con todo el talento, la fuerza y las vidas perdidas en nombre de esa búsqueda? Hoy ocurre algo parecido. El modelo de la inversión quema talento, devora proyectos y descarta empresas viables que no cumplen con la promesa de multiplicar por diez el dinero de los inversores. Da igual que esas empresas generen empleo, impacto local o soluciones útiles. Si no traen “aceite de ballena”, quedan fuera del mapa.
Emprender sin perder el rumbo
María José (nombre ficticio) fundó su empresa después de la crisis de 2008 con una idea clara: crear empleo y sostener a su comunidad. Durante años lo consiguió. Pero en cuanto aceptó inversión, las reglas cambiaron.
Los inversores le pidieron deslocalizar los almacenes de la compañía para aumentar márgenes. Para ella era un sinsentido, ¿cómo iba a contribuir al empleo local si trasladaba todo fuera? Ese fue su punto de quiebre. Descubrió que había pasado de ser capitana de su barco a simple marinera de una expedición que ya no navegaba hacia su propósito, sino hacia el puerto de otros.
Durante mis primeros años como emprendedora yo también me dejé seducir por el brillo del aceite de ballena. Mi escuela, Atalaya School, funcionaba bien, era pequeña pero rentable, un negocio que crecía despacio y sostenía a su equipo. Sin embargo, el relato que conocí en Silicon Valley me hizo sentir que era un proyecto “de segunda”. Ese glamour de las startups invertidas eclipsa lo esencial: la mayoría de empresas en el mundo han existido siempre gracias al bootstrapping, es decir, gracias a sus propias ventas, al apoyo de sus comunidades o a fórmulas de financiación no especulativas.
Las expediciones balleneras acabaron porque había otra manera de iluminar las ciudades. Quizá haya llegado el momento de aceptar que no necesitamos seguir «cazando ballenas» para sostener el emprendimiento. El dinero debe ser el aceite que engrasa la maquinaria, no la presa que lo devora todo. Dejar de confundir abono con cosecha, medio con fin. Porque si seguimos midiendo el éxito solo en «litros de aceite», corremos el riesgo de perder de vista lo que de verdad importa: empresas que no solo generan retornos de inversión, sino que permanecen fieles a su propósito.
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